La madrugada pisándole los talones. El frío acuchillando su borrachera; abriéndose paso en la inconsciencia los pensamientos –tumultuosos polizones- , martillando.
¿Cómo atravesar una ciudad que te atraviesa?
Las calles como puentes: de un lado la barbarie, del otro el esplendor. Uniendo avenidas de crueldad; de ignorancia; de rencor.
Y los niños que duermen en la calle: el frío congelando sus sueños.
Una noche cualquiera; después del alcohol.
Hay una realidad silenciosa que se mueve con pereza y desconsuelo. La de esos seres sombríos. Harapientos. Muertos de frío.
En el país de los vivos los muertos en vida cargan con las culpas. Y pagan –sin saberlo- la fiesta.
Si, está bien, no hay duda: cuando ella respira resuena –inquietante- un bandoneón.
Morocha teñida de rubia. Se pasea insegura y sensual. Espera. Para devorarte. Y al amanecer te escupe sin piedad. Te deja sólo frente al espejo insobornable de la mañana. Te obliga a expurgar tus culpas refregando tu rostro contra la húmeda y fría madrugada. Después del alcohol. Sin memoria, sin vergüenza, con la claridad del sol, la ciudad, se vuelve hipócrita y puritana.
Y todavía la noche. Pero ya la noche. Ese territorio de susurros. La noche conversadora, social. La noche. Donde los hombres abandonan sus pretensiones. Donde ya no importa el capital intelectual que ostentan durante el día: en la noche -como en la que ahora se aleja-, el doctor es un simple Hugo o Manuel o Pancho. Palabras que se arrastran.
Las cuadras dejadas atrás, como si fueran años. Y el resto del camino de vuelta a casa: como el destino incierto y desafiante.
Palabras que se arrastran. Trayendo retazos de conversaciones. Después del alcohol. Con la madrugada pisándonos los talones; y la violencia esperando ser atendida: como una extraña mujer en una sala de espera. Extraña y sin pasado. Y sin nombre. Pronta para ser inaugurada.
¡Claro!: la conversación con el viejo conservador; facho: por eso espera la furia. ¡Claro! Porque fue sofocada. Inundada de alcohol. Ofendida; privada de pagar con la misma moneda. Obligada a atravesar una ciudad que la atraviesa. Que la devora y la escupe. Hipócrita. Que se convierte con el sol, en puritana.
Está borracho. Está amaneciendo. No quiere llegar. Porque llegar es encontrarse. Escapa. Se desprende de sí. Con la madrugada pisándole los talones. Camina borracho y al caminar se deja atrás. No quiere llegar. Porque si llega se encuentra. Y porque llegar así, hoy, con bronca y después del alcohol, teme, que se parezca un poco a morir.
¿Cómo atravesar una ciudad que te atraviesa?
Las calles como puentes: de un lado la barbarie, del otro el esplendor. Uniendo avenidas de crueldad; de ignorancia; de rencor.
Y los niños que duermen en la calle: el frío congelando sus sueños.
Una noche cualquiera; después del alcohol.
Hay una realidad silenciosa que se mueve con pereza y desconsuelo. La de esos seres sombríos. Harapientos. Muertos de frío.
En el país de los vivos los muertos en vida cargan con las culpas. Y pagan –sin saberlo- la fiesta.
Si, está bien, no hay duda: cuando ella respira resuena –inquietante- un bandoneón.
Morocha teñida de rubia. Se pasea insegura y sensual. Espera. Para devorarte. Y al amanecer te escupe sin piedad. Te deja sólo frente al espejo insobornable de la mañana. Te obliga a expurgar tus culpas refregando tu rostro contra la húmeda y fría madrugada. Después del alcohol. Sin memoria, sin vergüenza, con la claridad del sol, la ciudad, se vuelve hipócrita y puritana.
Y todavía la noche. Pero ya la noche. Ese territorio de susurros. La noche conversadora, social. La noche. Donde los hombres abandonan sus pretensiones. Donde ya no importa el capital intelectual que ostentan durante el día: en la noche -como en la que ahora se aleja-, el doctor es un simple Hugo o Manuel o Pancho. Palabras que se arrastran.
Las cuadras dejadas atrás, como si fueran años. Y el resto del camino de vuelta a casa: como el destino incierto y desafiante.
Palabras que se arrastran. Trayendo retazos de conversaciones. Después del alcohol. Con la madrugada pisándonos los talones; y la violencia esperando ser atendida: como una extraña mujer en una sala de espera. Extraña y sin pasado. Y sin nombre. Pronta para ser inaugurada.
¡Claro!: la conversación con el viejo conservador; facho: por eso espera la furia. ¡Claro! Porque fue sofocada. Inundada de alcohol. Ofendida; privada de pagar con la misma moneda. Obligada a atravesar una ciudad que la atraviesa. Que la devora y la escupe. Hipócrita. Que se convierte con el sol, en puritana.
Está borracho. Está amaneciendo. No quiere llegar. Porque llegar es encontrarse. Escapa. Se desprende de sí. Con la madrugada pisándole los talones. Camina borracho y al caminar se deja atrás. No quiere llegar. Porque si llega se encuentra. Y porque llegar así, hoy, con bronca y después del alcohol, teme, que se parezca un poco a morir.