Recién entró una mujer a pedir limosna y
no le di; sin mirarla a los ojos negué con la cabeza mientras escribo.
Ahora uno de los empleados la saca de un
brazo fuera del local. Alguien, que parece ser el gerente o algo por el estilo,
pronuncia un nombre de varón y el muchacho desgarbado que echó a la vieja acude
sumiso. Oigo que pide disculpas a su superior, está siendo reprendido por su
descuido: permitir que la mujer llegue a una mesa a pedir una moneda e
incomodar a un cliente.
Tuve la oportunidad de dar aunque sea una
moneda. ¿Está bien que niegue indiferente una moneda? ¿Está bien que una pobre
vieja deba verse obligada a pedir limosna, sea por el motivo que fuere? ¿Hay
derecho a echarla así, a los empujones disimulados? No sé, mejor me voy.
Al salir me conmovió mi ausencia vista
desde afuera.
Ver el sitio vacío donde hacía unos
segundos había estado sentado; esa soledad, ese despojo, los restos de mi café,
las monedas sobre la mesa, exiliadas del calor de mi bolsillo y algo de mí
flotando alrededor, apenas perceptible, pero formidablemente parecido a mí,
algo que sufría por mi partida.
Ver mi sitio vacío solo segundos después de
haberlo dejado, verlo a través del vidrio, con la madrugada fría sobre mis
espaldas y el sabor a café en la boca; yo ya no estaba allí y si fuera otro
hombre, pensé, si hubiera pasado unos
segundos antes, siendo otro hombre y mirara hacia adentro en ese instante, me
hubiera visto al calor de una taza de café, pensando mi desconcierto, inmerso
en el humo de un cigarrillo.
También me hubiera gustado verme caminar
esa madrugada desde adentro, con las manos en los bolsillos de la campera,
pensando en mi ausencia vista desde afuera, como quien piensa en un ser querido
a la distancia.
De alguna manera sigo estando allí, pensé,
tomando un café interminable, fumándome una esquina de Buenos Aires que se
multiplica hasta el infinito, pero al mismo tiempo soy el que camina buscando
un lugar donde encontrarse; el que camina mirando a través del vidrio sufriendo
por su propia ausencia. Me alegro de que mi ausencia se parezca tanto a mí.
Era la hora en que los gatos husmean
libremente las bolsas de basura y esos seres sombríos nos apoderamos de las
calles solitarias aprovechando la ausencia de las miles de piernas de los oficinistas que horas más tarde,
invadirán ese territorio ahora desierto. La ciudad vacía es otra ciudad, pensé
al mirar hacia delante y ver ante mis ojos la desolación húmeda de Buenos Aires
a las tres de la mañana.